Ha muerto Top Ten

Ha muerto Top Ten.

Suena el despertador, me levanto, me hago un café y unas tostadas. Me siento a desayunar, enciendo el móvil y ahí está el mensaje:

Ha muerto Top Ten.

Esto no debería afectarme. Es el pan nuestro de cada día. Como fans del rock and roll que adoran a hombres que tenían 20 años en los 60 y los 70, nos levantamos con la necrológica de algún héroe caído prácticamente a diario. Y no nos vamos a engañar, hacía literalmente años que no pensaba en Scott Kempner. Y, sin embargo, no me puedo quitar el nudo del pecho.

Ha muerto Top Ten.

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Pongo “Cheyenne” de los Del-Lords. Hace años que no la escucho y, sin embargo, me sé cada palabra de la letra. Vuelvo a tener 25 años y estoy en primera fila del concierto de la gira de reunión de los Del-Lords, en el que canté a voces la canción entera ante la sonrisa del bajista Steve Almaas, que al bajarse del escenario me dijo “Te sabes las letras mejor que yo”. Esa noche no tocaron “Burning in the flame of love”, probablemente mi canción favorita del grupo, pero ahora la vuelvo a escuchar dos veces seguidas y me reafirmo en mi convicción de que si Bruce Springsteen hubiera editado esta canción como single en 1985, a día de hoy seguiría siendo cantada a voces en estadios de medio mundo.

Empiezo a buscar fotos y recuerdo lo cool que era el puto Top Ten. Luciendo músculo y pelo en pecho con su camiseta de tirantes, bailando por el escenario stratocaster en ristre y vestido completamente de blanco, con tupé engominado y chaqueta de cuero. Daba igual qué cambio de look adoptara; el cabrón lo tenía.

Recuerdo cómo la música de los Dictators me cambió la vida cuando era un adolescente. Descubrir una banda como esa cuando tienes 17 años es algo que no se olvida. Como todas las mejores bandas de rock and roll, eran una combinación de múltiples personalidades únicas. Ahí estaba el bufón Manitoba, el guitar hero Ross the Boss y, por supuesto, Andy Shernoff, el Pete Townshend del punk rock, cronista de la angustia y gloria que uno sólo puede sentir siendo adolescente; una sensación que olvidarías por completo al cumplir los veintipocos de no ser porque canciones como “Stay with me”, “Baby let’s twist” o “Two tub man” te hacen revivir esa pasión desbordante por estar vivo y tenerlo todo aún por delante una y otra vez.

Vuelvo a tener 18 años, con el carnet de conducir recién estrenado y voy conduciendo a toda hostia por las curvas de la A-6 a la altura de Torrelodones. Estoy escuchando “Stay with me” a todo volumen y suelto el volante para hacer air guitar al son del riff de Top Ten. El coche casi se va a tomar por culo y me llevo el susto de mi vida, pero estoy vivo y soy plenamente consciente de ello. Y me encanta. Hace un segundo que me podría haber muerto por culpa del punk rock. Me encanta estar vivo. Amo el punk rock.

A pesar de que a Manitoba le encantaba llenarse la boca diciendo que habían sido la primera banda punk de Nueva York en editar un disco, los Dictators nunca consiguieron la gloria de sus coetáneos. No cambiaron la historia de la música como los Ramones, no llegaron a lo más alto de las listas de éxitos como Blondie y no se convirtieron en santos de la devoción de los críticos underground como Television. Parte de la culpa probablemente la tuviera un incidente protagonizado por el propio Manitoba una noche de mediados de los setenta en la que, totalmente borracho, se dedicó a lanzarle insultos homófobos a Wayne County durante un concierto en el CBGB. Hoy hubiera sido cancelado, entonces se llevó una hostia en la cabeza con un pie de micro que casi le lleva al otro barrio y provocó un veto para su banda justo a tiempo para perderse la explosión del underground neoyorquino. 

El resultado fue que los Dictators se convirtieron en una nota a pie de página en la historia del rock and roll. Ross the Boss se volvió jevi y fundó Manowar, Dick Manitoba se hizo taxista y Top Ten siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: tocar la guitarra y componer canciones perfectas con otra banda, los Del-Lords, en la que junto al mago de la Telecaster Eric “Roscoe” Ambel dio rienda suelta a su pasión por la música de raíces americana y a sus impulsos de primo segundo de Springsteen. No vendió millones de discos, pero este pobre hombre aguantó tiempo duros y sobrevivió (guiño guiño si has pillado la referencia).

Y como Spain is different resultó que este país fue el único lugar donde los Dictators empezaron a ser considerados un clásico y sus canciones se pinchaban cada finde en los garitos de Malasaña, Coruña, Gijón y demás capitales del garageo de principios de los noventa. Recuerdo a un amigo hablándome de un viaje a Nueva York que había hecho con unos colegas en el que acabaron hablando con el portero de una sala que, al enterarse de que venían de España, les dijo que él además de dedicarse al tema de la seguridad tenía una banda con la que tocaba de vez en cuando y que habían venido alguna vez a España. “No sé si os sonarán, nos llamamos los Dictators” – ¡Qué cojones me estás contando, era JP Thunderbolt!

Así que los Dictators se reunieron infinidad de veces, sacaron un disco increíble que empieza con una de las 10 mejores canciones de la historia del rock y vinieron a España una y otra vez. Habiendo nacido en 1988, sólo pude pillar la última de esas giras con la formación clásica. Recuerdo los nervios cuando me enteré de que venían a tocar y que, ingenuo de mí, incluso llamé por teléfono al Indio de Gruta 77 por si iban a repetir en su sala y había posibilidad de que mi banda abriera para ellos. Al final fue en la sala Arena (digo Heineken, digo Marco Aldani, digo este mundo cada vez da más asco) y, como suele ocurrir con estas ocasiones, la expectación era tan alta que apenas me acuerdo de nada de esa noche aparte de que fue increíble. Y de que tocaron “Loyola”. Y de que Top Ten tenía una pinta increíble.

Y ahora está muerto.

Le volví a ver unos años después al frente de unos renovados Del-Lords, cuando desde la web Shakin’ Street nos dedicábamos a entrevistar a viejas y nuevas glorias del rock de concierto en concierto. Acababan de sacar un nuevo disco, Elvis Club, que no estaba nada mal pero después del concierto, cuando salíamos de La Boite para hacerle la entrevista junto a la plaza del Carmen, unos conocidos me cogieron por banda y empezamos a charlar, perdiendo mi oportunidad de conocer a Scott en persona. Sé por experiencia que a menudo es decepcionante conocer a tus ídolos, pero en este caso tengo la sensación de que hubiera dado con la excepción que confirma la regla. Al menos mi compañera Olivia fue más espabilada que yo y le hizo una entrevista excelente que tuvo que acabar antes de tiempo porque la gente de La Boite quería que estos puretas americanos sacaran sus putos amplis Fender del escenario para montar su sesión discotequera nocturna. Según Top Ten volvía a la sala con cara de pocos amigos, recuerdo que uno de los colegas con los que estaba hablando exclamó “¿Pero cómo pueden hacer eso? ¡Este tío es una leyenda!”

Ha muerto una leyenda.

Y aún no hemos hablado de Top Ten y las redes sociales. Una de las múltiples facetas surrealistas de la era posmoderna a principios del siglo XXI para mí era levantarme por la mañana, tomarme un café viendo el Facebook y, junto a las publicaciones de mis amigos, ver fotos de Top Ten con su mujer y su perro, o compartiendo historias de sus múltiples correrías junto a nombres sacrosantos del rock neoyorquino como Dion, Little Steven o el propio Springsteen. Recuerdo que en su momento me daba un poco de reparo (“cringe”, diríamos ahora) ver a uno de mis ídolos compartir fotos de su Pitbull Sally con comentarios en los que hablaba de ella como si fuera un bebé. Pero con la perspectiva del tiempo entiendo que lo que Scott buscaba era una conexión genuina con la gente. No buscaba millones de likes, sino cientos de amigos con los que hablar, intimar y compartir su experiencia vital. Buscaba la felicidad en una amplia comunidad de gente con la que relacionarse a diario, un sentimiento con el que me identifico plenamente si pienso en los motivos por los que me gusta mi trabajo como profesor. Nunca le llegué a escribir, ahora me arrepiento.

Por encima de cualquiera de sus compañeros en los Dictators, Scott Kempner era un ser humano. Por eso ninguna de las formaciones posteriores de la banda fueron lo mismo. Era divertido ver a los Dictators NYC con Ross the Boos y Manitoba, pero lo que faltaba ahí no era sólo Andy Shernoff (de hecho Shernoff ha editado un EP este mismo año con una nueva formación de los “Dictators” junto a Ross del que no he podido aguantar ni un tema entero). El factor que le falta a ambas bandas es la humanidad y la cercanía de Top Ten, apartado de la música tras ser diagnosticado de demencia hace unos años. Y ahí está la gran tragedia de esta historia, porque todos venimos a este mundo a morir, pero al menos nos queda el consuelo de recordar. 

Scott no tuvo esa suerte. Y la tragedia es aún mayor cuando hablamos de alguien que tenía un don especial para contar historias. La naturaleza del rock and roll como mitología moderna no se debe únicamente a la música, sino a las historias que hay detrás de las canciones; hazañas, tragedias y barbaridades protagonizadas por músicos asumiendo el rol de héroes modernos en estudios de grabación, habitaciones de hotel y escenarios de clubes y estadios. Scott comprendía la naturaleza definitiva del rock and roll como narración épica y tenía un talento enorme para poner estas historias y las sensaciones que provoca la música en palabras, como sabe cualquiera que se haya sentado una hora ante ese poema épico punk-Beat que son las notas de la carpeta desplegable del vinilo de Every day is Saturday de los Dictators.

Como alguien que ha visto a una persona muy cercana olvidarse poco a poco de quién era y pasar a ver el mundo como un lugar terrorífico y hostil, sólo deseo poder recordar todas estas sensaciones hasta el día de muerte: que se me ericen los pelos de la nuca al escuchar “Stay with me”, que las estrofas de “Burning in the flame of love” surjan solas de mi boca a pesar de que pasen años sin escucharla, que me lleve las manos a la cabeza al leer la epopeya de los Dictators recogida en Every day is Saturday, y que el nombre de Scott “Top Ten” Kempner siga por siempre asociado a muchas de las cosas que me hacen dar gracias a diario por estar vivo.

Ha muerto Scott Kempner. 

Pero mientras yo y miles de personas más sigamos recordando y sintiendo al compás de su púa y de su pluma, Top Ten vivirá para siempre.

Top 5 – Phish-o-ween

Hoy se cumple un mes del ya clásico set de Kasvot Växt que Phish se sacaron de la manga para su show de Halloween de este año, inventándose un grupo ficticio de disco-prog escandinavo de los setenta, componiendo un disco entero a su estilo y extendiendo un bulo por la red para hacer creer que estaban versionando a una banda real.

En su día ya dimos buena cuenta de todos los detalles de tan imprevisible noche y hoy, coincidiendo con el final de noviembre, el que quizá sea el mes Phish por excelencia del año (evidencia nº1: esta epopeya de 57 minutos a partir de «Runaway Jim» que se sacaron del sombrero hace exactamente 21 años, el 30 de noviembre de 1997, en el Worcester Center), echamos la vista atrás para recordar 5 de los mejores conciertos de Halloween con los que los cuatro fantásticos de Vermont han dado inicio al penúltimo mes del año «disfrazándose» de algunos de sus ídolos musicales.

Come waste your time with me…

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Phish, Halloween y el misterio del disco-prog escandinavo

No corren buenos tiempos para ser un deadhead

John Mayer hace bailes espasmódicos vestido con un pijama de cuadros al frente de lo que queda de los Grateful Dead ante una audiencia de milenials deseosa de que el ídolo pop interprete uno de sus hits en lugar de «Stella Blue» al salir de «Space», Pull & Bear y Primark venden camisetas estampadas con el Steal Your Face, y David Lemieux se empeña en vaciar los bolsillos de los fans de la vieja guardia con una interminable sucesión de reediciones y box sets cuyo atractivo visual sólo es comparable a su precio.

Pero no todo está perdido: aún nos queda Phish.

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Bootleg – Tom Petty & The Heartbreakers, Fillmore East, San Francisco (7/2/1997)

Han pasado ya más de tres días desde que la inesperada noticia de la muerte de Tom Petty cayó como un jarro de agua fría sobre todos los que amamos el rock and roll y aún sigue siendo difícil asimilarla; imaginar que desde el lunes vivimos en un mundo distinto, un mundo en el que, en los malos momentos, ya no nos quedará la reconfortante certeza de que Tom está ahí fuera, componiendo una nueva canción con una guitarra acústica, brillando sobre un escenario ante miles de personas o trazando planes para grabar un nuevo disco.

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Top 5 – John Abercrombie

El pasado martes un paro cardíaco acabó con la vida de John Abercrombie a la edad de 72 años. Aunque puede que su nombre no sea tan conocido como los de John McLaughlin o el también recientemente fallecido Larry Coryell, Abercrombie fue uno de los guitarristas de jazz más importantes de los años sesenta y setenta, protagonista clave de la apertura del género a sonoridades procedentes del lenguaje del rock que blandió el mástil de su Gibson en la primera línea de fuego junto a algunas de las figuras más prominentes del jazz rock.

Como es habitual entre la gran mayoría de instrumentistas de jazz, Abercrombie siguió tocando y grabando hasta una edad muy avanzada y de hecho su último disco de estudio, Up and Coming, grabado junto a Marc Copland, Drew Gress y Joey Baron, data de este mismo 2017. Su producción posterior a los setenta está salpicada de trabajos muy variopintos e interesantes, desde experimentos con guitarras sintetizadas en Current Events de 1987 hasta colaboraciones con el gran saxofonista Charles Lloyd en los albores del siglo XXI,  pero en esta lista nos vamos a centrar en cinco trabajos que datan de la época 1970-1975 y que ponen de manifiesto el papel clave que el guitarrista jugó en aquella fascinante época de libertad musical sin precedentes que fue la primera era del jazz fusión.

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¿Cuál es tu rollo? 74. The Boo Devils II

Foto a The Boo Devils

Los Boo Devils han editado su tercer trabajo The Noble Art of Rock and Roll así que nos hemos pasado por su local de ensayo en Gruta 77 para que nos lo presenten. Está producido por Fernando Pardo, quien también ha sido protagonista de los podcast de ‘¿Cuál es tu rollo?’ sobre Sex Museum y a Los Coronas, y nos cuentan cómo ha sido trabajar con este gran referente de la música nacional.

Al, Viki, Manoo y Joe contestan a las preguntas, Diego no pudo estar. Si quieres saber qué nos dijeron, ¡dale al play!

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